Las cosas eran mejores cuando una caja de cartón o un globo bastaban para ir a cualquier parte.
Yo quería salir solo. Cuando salí, no me gustó.
Como no me gustó, me imaginé cómo me gustaría que fuera.
Precisé la pregunta a si ahora mismo era feliz. Ella respondió que era feliz cuando Margarita - mi hermana - y yo estábamos bien, pero que sabía que yo estaba muy aburrido, por lo cual no estaba contenta.
Nos quedamos callados.
Retomé de nuevo. Dije que lo único que yo quería era que me atropellara un carro y olvidar todo.
Un rato después de eso encontré a mi mamá acurrucada, empujando una cosa hacía donde yo estaba parado.
–Déjese atropellar – me dijo, y un carro de juguete me pegó en el pie.
Advertencia: El dibujo de arriba tiene un lado chueco. La cartulina tenía un borde arrugado y no fui capaz de cortarlo sin que quedara torcido.
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La verdad es que sí, me gustan. Me gustan y mucho. Me gustaron cuando fui consciente de que el cielo estaba lleno de ellos. La verdad es que sí, me gustan los faros. Los faros de allá arriba que a casi todo el mundo le gustan, que casi todo el mundo sigue. Yo también quería gustarle a todo el mundo.
Pensé en construirme uno propio. Pero, para levantar cualquier edificio, uno necesita un terreno, y yo no tenía un terreno. Bueno, sí tenía uno, el único: mi cama.
Al principio, construí mal mi faro: Lo construí debajo de la cama. Lo puse ahí de forma inocente. Debajo de mi cama siempre estaba oscuro. Allí el faro siempre iba a alumbrar, pero nadie lo iba a ver. Yo quería que lo vieran y lo admiraran.
Lo puse encima de la cama.
Para mí, mi faro era el faro más hermoso del mundo. Pronto me olvidé de los faros de allá arriba porque, para mí, el único faro valioso era mi faro.
Me dediqué a mirarlo día y noche. A mirarlo como si no hubiera nada mejor. Era el único que existía y el más hermoso. Cuando la gente se acercaba no les prestaba atención porque solo había una cosa que valía la pena, lógicamente esa cosa no era la gente.
Me dediqué tanto a admirar mi faro que me volví ermitaño. Un poco amargado, tal vez muy.
– ¿Y éste qué?
– ¿Cómo que qué? ¿No has visto mi faro? Es el más hermoso del mundo.
– No. No lo he visto.
Se me había olvidado que tenía mi faro en la cama, y en toda mi vida nunca he llevado a nadie a mi cama.
– Ven, te muestro mi faro. Da la luz más hermosa del mundo.
…
– ¿Te has dado cuenta de que está agrietado? Y la luz que da solo es fuerte cerca del faro, no llega lejos. Este no es el faro más hermoso del mundo. Es una construcción descuidada.
Me di cuenta de lo que pasaba: Después de haber hecho mi faro solo me dediqué a mirarlo y a estar orgulloso de él. Nunca le hice mantenimiento a las estructuras.
Quedé desilusionado.
Esa noche salí a ver, por primera vez desde que construí mi faro, los faros de allá arriba.
Alcé la cabeza y no pude ver nada. Miré y no ví nada. La luz de mi faro me había dejado ciego de tanto mirarlo. Ahora no podía ver los faros de allá arriba.
Salí corriendo a buscar mi faro. Decepcionado. Lo desconecté.
Subí a la punta de la torre. A oscuras. A llorar que el mío, mi faro, no había sido el más hermoso del mundo. De pronto, vi unas lucecitas que, despacio, llegaban y se mezclaban con el agua que me salía de los ojos.
Me quedé ahí, sentado en la punta de la torre. Unos bombillos iban apareciendo allá arriba.
La verdad es que sí, me gustan. Me gustan y mucho.
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Pregunta para el lector:
¿Tiene algo de malo querer llevar una vida inútil?
Hay que reinventar lo que se entiende por irreverente, por revolucionario. Ahora esas cosas vienen en paquetes prefabricados, con estándares de producción. Ahora, parece ser, son un lugar común.
Es como si lo original llegara envuelto en papeles de distintos colores pero con las mismas instrucciones para armar. Versiones paralelas, a veces contradictorias, del mismo objeto.
La misma cosa, la cosa original, replicada muchas veces. Rarezas iguales, en masas semejantes a otra masa de cosas que, con desdén, se le suele llamar “normal”. Como si ser normal fuera malo.
Locos autoproclamados, idénticos a todos los locos autoproclamados del planeta. Ser raro se puso de moda, en una moda donde todos los raros son igualitos.
La creatividad más perezosa que se puede concebir.
Escribir caperucita azul no tiene ningún merito, es solo un opuesto obvio.
Llegó con un señor que pasó vendiendo limones. Mi hermanita se la pidió regalada, el señor se la regaló.
Venía apestada, yo pensé que se iba a morir. Ni siquiera creí que durara lo suficiente para que le pusieran un nombre.
– Le voy a poner josefina – Dijo Margarita, mi hermanita.
– Eso es nombre de gallina – Dije.
– ¡Por eso! Yo siempre he querido una gallina que se llame Josefina – respondió ella.
– Margara, boba, eso es una codorniz, no una gallina – la corregí.
– ¡Ay! Pues yo sé. Si yo fui la que le explicó a usted qué animal era.
No importó que no fuera gallina. Le pusieron Josefina. Ave de corral, al fin y al cabo.
Yo estaba casi seguro de que Josefina solo iba a durar una semana, se le notaba lo enferma. Además, nos tenía miedo a todos, no se dejaba coger de nadie. Vivía metida en un rincón. Apenas caminaba. Era atolondrada.
El animalito no se murió. De hecho se volvió muy vigoroso. Tanto que, quien saliera a la terraza de mi casa, lugar donde la dejaron, tenía que huir de Josefina porque ella se tiraba a picotazos contra cualquiera. Era rapidísima. Nos perseguía, a todos: A mi mamá, a mi papá, a mi hermanita, a mí. A la visita. A quien fuera. A veces para picotearnos, a veces solo se nos arrimaba y se quedaba cerquita.
Empezamos a escuchar a un pájaro cantar muy fuerte, nadie sabía de dónde venía el sonido. Nos asomábamos por la ventana buscando algún ave rara, grande y colorida, a la que le perteneciera esa forma de cantar, pero nunca vimos ninguna. A ninguno se nos ocurrió que semejante grito de pájaro viniera de una cosita tan pequeñita como Josefina.
– Las hembras no cantan, solo los machos – explicó mi hermanita.
Así, pues, a alguien le pusieron mal el nombre.
Josefina, que en realidad era un Josefino pero todos le seguíamos diciendo Josefina, pajarraco travesti, era bastante divertida para ser solo una codorniz.
A veces, literalmente, caminaba empinada, sigilosa, con la cabeza baja, no exagero, y atacaba de sorpresa. Otra veces, cuando la íbamos a coger, brincaba, furiosa, furioso, como un gallo de pelea.
Aprendió a subir y a bajar escaleras. Esto, para poder perseguir gente.
Solía bajar hasta mi cuarto, llegaba piando, como un pollito, se arrimaba a la silla del computador y se me paraba en los pies. Yo cogía a Josefina y me la ponía en la barriga, encima de la camisa, y ella, él, se quedaba ahí, dormida, mientras yo hacía trabajos para la universidad.
Se paraba en las patas de la cama y brincaba para que la subieran. Jugaba con las cobijas. Jugaba a escarbar en las cobijas, como si pudiera hacerse un nido en ella.
Le gustaba jugar en las materas. La terraza está llena de matas y materas, y la tierra vivía en el piso. A veces la acostábamos en la hamaca. Nunca la sacamos al jardín del frente porque nos daba miedo que, en un descuido, se fuera o se la comiera un gato.
Josefina sufrió bullying de las tórtolas que le quitaban el cuido. Las tórtolas eran más grandes que Josefina y no la dejaban arrimar al plato con los granos de comida. Siempre había varias tórtolas vigilando el plato. Todas huían despavoridas cuando alguien salía a la terraza, solo entonces Josefina se mostraba valiente.
Lo más inquietante, por llamarlo de algún modo, es que mi papá era la hembra de Josefina. El animalito lo sentía cerca y se le tiraba a echarle un polvo. No lo dejaba en paz. Corría detrás de él. Se le metía entre las piernas mientras caminaba. Se le montaba, le clavaba el pico en el zapato, o en la mano, aleteaba, y dejaba una espumita blanca.
Josefina se follaba a mi papá cada vez que lo veía. Mi papá se dejaba.
Pero esa vida de excesos sexuales con mi papá llevó a Josefina a la muerte.
Un día, mi papá, saliendo de la casa, no vio que la codorniz se arrimó para la sesión normal de sexo que siempre tenían. ¡Tas! La piso.
La codorniz quedó tarada, no se movía, pero aún estaba viva. Margarita, mi hermana, salió con ella al veterinario. Allí, en el consultorio, murió de un paro respiratorio producto del pisotón, producto de sus afanes por el coito.
Josefina se murió, dos años después de haber llegado a mi casa, de lujuria.
Aún la extrañamos.
Hoy las musas no llegaron, deben estar de fiesta y no me invitaron. Me dejaron plantado. Quién sabe con quién andarán.
Hoy el cerebro gritó: “sí, sí puedo”, pero la mano le respondió: “¡Ja! Iluso, no te voy a dejar”.
Si las musas vienen a tocarme la puerta a la media noche no les voy a contestar, voy a tener dignidad. Que se vayan a un hotel.
Hoy me voy a dormir enfadado. Musas malparidas.
Desde que te fuiste todo ha cambiado. Ahora las arañas no tejen en mi habitación y las paredes se han descascarado por la humedad que les produjo mi llanto.
Hace un momento encontré unas mariposas muertas detrás de la cortina de la ventana por la que te espié. Es extraño, desde el día de tu partida ya no vienen para hacer sus capullos, sólo vienen a morir. Debe ser porque la música que solía escuchar en las tardes ahora la aborrezco, o quizás dejaron de venir cuando empecé a cortarles las alas. No quiero que nada se vuelva a ir de mi lado.
Esta mañana salí a dar un paseo por el parque. Sonreí cuando vi el árbol en el que enterré al perro. ¿No lo sabías acaso? Lo maté una semana después de que te marchaste. No soporté oír sus ladridos en la noche. Los ladridos que tú callabas y luego nadie pudo callar.
Te siento tan lejana que ya ni recuerdo cómo eras. Sé que no tenías bellos ojos, ni un lindo pelo. Sé que no eras bonita. Siempre me pareciste muy evanescente. Amorfa. Eras como una bola de papel arrugado. Pero así te quería yo. Fea.
No he vuelto a bañarme. No lo he vuelto a hacer porque la ducha me recuerda la lluvia, y la lluvia me recuerda nuestros paseos invernales, caminando por un andén vacío mientras la gente se escondía del agua. Ahora que lo pienso bien, eso nunca pasó. Tal vez lo soñé o lo vi en alguna película. ¿Importa eso ahora? Te extraño igual.
En mi vida no ha ocurrido nada que valga la pena de ser contado. El suceso más importante es que te fuiste. Después de que marchaste, nada. Creo que he perdido el tiempo, no sé dónde está o por qué estaba cuando lo perdí. ¿Estaba por ti? A lo mejor sí. El tiempo se debe aburrir conmigo. El hecho es que se perdió, tal vez mañana lo encuentre. A lo mejor solo tenga que comprarle baterías al reloj.
Baterías para el reloj y un cepillo de dientes. No me he vuelto a cepillar, es que odio las sonrisas.
¿Recuerdas que prometimos que el primero en morir cobijaría en las noches al que estuviera vivo? Vigilaríamos el sueño del otro sentados desde el marco de la ventana. La promesa no la podré cumplir, yo ya no sé dónde está tu cama.
El perro sigue ladrando.
Me pregunto si, dentro de unos años, las cosas que escribo ahora las veré del mismo modo.
Este es un texto de mi amiga Camila Vera, con quien inicié mi carrera en periodismo por allá en el 2006. Con ella comparto eso de ser engreídos, acomplejados y official haters del pregrado que elegimos (valga aclarar que odiamos la forma en que nos enseñan el periodismo, si es que eso es enseñar, mas no el periodismo (por lo menos no el bueno, porque hay unas birrias de publicaciones…)). También comparto con ella el hecho de arrastrarnos perezosamente durante este semestre con el fin de alcanzar un titulo que, tal vez, no vamos a usar. ¿Si no lo vamos a usar para qué lo queremos? Porque somos engreídos y no nos va a quedar grande la carrera. Además, de pronto, nos da por usarlo, uno nunca sabe.
El siguiente fue un trabajo que ella debió realizar en la Central Minorista de Abastos – una plaza de mercado de Medellín –. El ejercicio consistía en elegir una pareja, vendarle los ojos y guiarla por el sitio. Luego, intercambiar los papeles. El típico ejercicio bobo de ver el mundo de manera distinta, aunque uno lleve toda la vida viendo, oliendo, tocando y comiendo tomates y lechuga. La obviedad esa de los cinco sentidos, lo cotidiano, y el nuevo periodismo que, nuestros profesores no se han dado cuenta, se convirtieron en un cliché y ya están bastante trillados.
Lo que me gustó de este texto es la forma como rompe los esquemas gastados con que los estudiantes de periodismo de la Universidad de Antioquia están acostumbrados a escribir crónicas (No todos, obvio, pero sí muchos). Lógicamente el siguiente no es un trabajo como para un premio Pulitzer, pero a mi me hace reír y con eso me basta.
Aclaro que la opinión antes vertida, de manera venenosa, es mía. La autora del trabajo puede no estar de acuerdo con todo lo que yo digo (como viene siendo natural desde que la conozco).