sábado, 11 de septiembre de 2010

A Peter Pan le gustan las mariposas negras




Conocí a un pedófilo. No era una mala persona. Yo le decía traductor. Él me llamaba cuentista. Y si estaba enojado, si me quería insultar, me decía periodista.

A mi pedófilo le gustaba Frank Sinatra. Y Mozart. Y la literatura. Y los idiomas. Hablaba francés, inglés y ruso. También amaba el arte. Amaba a Da Vinci y a Miguel Ángel. Odiaba a Dalí. Decía que Picasso se aprovechó del esnobismo de su época para ser famoso. Amaba el whisky y la marihuana. Amaba que yo lo hiciera llorar y que las polillas se le pegaran en la cara.

Francisco era su nombre. Un nombre feo, la verdad. Tenía un nombre feo pero un bonito apellido español.

Este pedófilo, el mío, fue un criminal. Lo sé, pero no escribo esto para enjuiciarlo. Era drogadicto y mató a una persona: un tipo que quería defender la dignidad de su hermanito menor y terminó con su O+ regado en un andén.

Una vez, mi pedófilo me dijo que yo era igual a él. Yo no lo creo. Yo nunca he matado a una persona. No me gusta drogarme. No sé cuál es mi inclinación sexual y nunca he copulado con nadie, eso se lo dejo a los perros.

“Somos iguales”, decía, “los dos nacimos para la soledad”.

Hablábamos de política y de arte. También de nuestras vidas. De las cosas profundas y de las cosas triviales. “Esperáme me sirvo otro whisky que estamos hablando muy rico, ¿no querés uno?”. No, yo nunca quería whisky.

“Mi vecina no me deja dormir”, se quejó en alguna ocasión, “ya me quejé en la inspección de policía pero esa gente no va a hacer nada. Ayer subí a su apartamento y le tiré una bolsa llena de orines contra la puerta”. Yo le dije que la matara. “Claro que no”. Luego me hizo entender las cosas: “No somos tan diferentes”.

Yo a veces pienso qué se sentiría matar a alguien, pero no sería capaz de hacerlo. “No somos iguales”, repliqué.

Se metía con niños. No por maldad. “La gente pide proteger niños que ellos mismos maltratan”, solía decirme. “A veces esos cagones vienen aquí porque en la casa la mamá les está pegando, porque si no llegan con plata no les dan de comer, o porque simplemente no hay qué comer. Yo les abro la puerta de la casa y la puerta de la nevera. Se quedan a dormir o a jugar en el computador, ¡y no les toco un pelo! Vaya a ver cuántos hijueputas tratan a sus hijos como se los trato yo. La gente pide proteger niños que ellos mismos maltratan, les parece muy horrible que se vengan a dormir conmigo pero miran con asco a los niños del Centro que piden limosna, a veces ni los miran. Malparidos”. Él sabía lo que yo pensaba sobre eso.

“Por lo menos yo le puedo dar plata. Cuando me lo trajo, esa señora dijo que mejor yo que el padrastro”. Lo único que podía decirle era que dejara en paz a esos niños. “Yo amo a esos loquitos. Aunque ellos se aprovechan de mí”.

Es cierto, aunque suene cínico, se aprovechaban de él. Una vez un grupo de niños lo emborrachó durante varias noches, por varios meses, y le robaron todos los días. “Son unos gamines, pero ese es el verdadero sentido de la vida”. A mi me pareció justo que esos niños lo robaran. A él ni siquiera le importaba: “Yo no necesito mi plata. Es para ellos”.

“¿Para qué quiere la gente un cielo?” me preguntó un día. Yo respondí que la gente es tonta. Él estuvo de acuerdo. “A mí siempre me ha bastado con Louis Amstrong y su What a Wonderful World –le dije– yo no necesito un cielo”. “Niño, eso es porque eres aire fresco”.

Yo sabía que él me quería. Eso me hacía sentir culpable. Solo pude pedirle que si llegaba a cometer un nuevo crimen no me lo contara. “Si tú me lo pides, no le hago nada a nadie”.

Él me quería y yo lo quería. Era la persona más encantadora que había conocido en mi vida. Que me perdonen mis amigos, que son muy pocos y los quiero mucho, pero el único ser humano que ha entendido completamente cómo soy es un pederasta criminal.

“Cuentista, te estoy haciendo caso. Hace tres meses que no toco a un niño”. Sonreí y no dije nada.

“Me voy a ir a vivir a Europa. Es el continente que más me gusta y quiero morir viendo castillos”. No supe nada de él en un año completo.

Volvió a aparecer un día.

“Extraño tus cuentos”, fue lo primero que me dijo. Yo también lo había extrañado.

Peleamos. Una vez. Nos odiamos aquel momento.

– Todos esos son unos gamines hijos de puta – le dije.
– No lo son – contestó.
– Claro que sí, Francisco, sí lo son, aunque algunos niñitos de ahí te maten.
– Los de las barras bravas del Nacional sí entienden la vida.
– No creo, son solo unos gamines hijos de puta que hay que matar. A esos y a la hinchada de los otros equipos.
– Tú piensas que la vida solo es arte. No entendés la vida.
Yo podía tolerar su pedofilia, su drogadicción, que fuera un asesino, que le gustara tener polillas pegadas en la cara, pero no iba a soportar que dijera que el arte no es el sentido de la vida.

– La cagaste y te voy a joder. Porque eres un viejo patético y te vas a morir solo. Y vas a estar borracho y se van a aprovechar de vos. Viejo asqueroso. Te usan, por plata. Además sos ridículo. Y sos un gamín peor que todos esos gamines a los que les das por el culo. Deberías coger un revólver y meterte un tiro. Borracho inservible.

– No me fregués la vida, periodista de mierda.

No volví a saber de él.

No sé si se mató. Es posible. Una vez, por un mal entendido, lo dejé al borde del suicidio. Lo sé porque él mismo me lo dijo. Pero la última vez, lo de viejo asqueroso, borracho inservible, no fue un mal entendido. Fue literal.
Me gusta creer que se mató, sería gentil de su parte. Es posible que lo hiciera.
Yo te quería mucho, Francisco. En verdad lo hacía. No debiste meterte con la cosa que más amo.


Pienso en ti como si fueras un libro que leí hace mucho. Eres una bonita imagen de un hombre viejo caminando por una vieja calle en un viejo continente. Un lindo recuerdo de un tipo que escucha a Frank Sinatra mientras una polilla se le pega a la cara.

My Way sería la precisa, pero no queremos ser correctos ni puntuales. Solo divertidos. Aunque sea por un rato, aunque sea por vos. Aunque no sea la que debe ser.

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