Advertencia: El dibujo de arriba tiene un lado chueco. La cartulina tenía un borde arrugado y no fui capaz de cortarlo sin que quedara torcido.
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La verdad es que sí, me gustan. Me gustan y mucho. Me gustaron cuando fui consciente de que el cielo estaba lleno de ellos. La verdad es que sí, me gustan los faros. Los faros de allá arriba que a casi todo el mundo le gustan, que casi todo el mundo sigue. Yo también quería gustarle a todo el mundo.
Pensé en construirme uno propio. Pero, para levantar cualquier edificio, uno necesita un terreno, y yo no tenía un terreno. Bueno, sí tenía uno, el único: mi cama.
Al principio, construí mal mi faro: Lo construí debajo de la cama. Lo puse ahí de forma inocente. Debajo de mi cama siempre estaba oscuro. Allí el faro siempre iba a alumbrar, pero nadie lo iba a ver. Yo quería que lo vieran y lo admiraran.
Lo puse encima de la cama.
Para mí, mi faro era el faro más hermoso del mundo. Pronto me olvidé de los faros de allá arriba porque, para mí, el único faro valioso era mi faro.
Me dediqué a mirarlo día y noche. A mirarlo como si no hubiera nada mejor. Era el único que existía y el más hermoso. Cuando la gente se acercaba no les prestaba atención porque solo había una cosa que valía la pena, lógicamente esa cosa no era la gente.
Me dediqué tanto a admirar mi faro que me volví ermitaño. Un poco amargado, tal vez muy.
– ¿Y éste qué?
– ¿Cómo que qué? ¿No has visto mi faro? Es el más hermoso del mundo.
– No. No lo he visto.
Se me había olvidado que tenía mi faro en la cama, y en toda mi vida nunca he llevado a nadie a mi cama.
– Ven, te muestro mi faro. Da la luz más hermosa del mundo.
…
– ¿Te has dado cuenta de que está agrietado? Y la luz que da solo es fuerte cerca del faro, no llega lejos. Este no es el faro más hermoso del mundo. Es una construcción descuidada.
Me di cuenta de lo que pasaba: Después de haber hecho mi faro solo me dediqué a mirarlo y a estar orgulloso de él. Nunca le hice mantenimiento a las estructuras.
Quedé desilusionado.
Esa noche salí a ver, por primera vez desde que construí mi faro, los faros de allá arriba.
Alcé la cabeza y no pude ver nada. Miré y no ví nada. La luz de mi faro me había dejado ciego de tanto mirarlo. Ahora no podía ver los faros de allá arriba.
Salí corriendo a buscar mi faro. Decepcionado. Lo desconecté.
Subí a la punta de la torre. A oscuras. A llorar que el mío, mi faro, no había sido el más hermoso del mundo. De pronto, vi unas lucecitas que, despacio, llegaban y se mezclaban con el agua que me salía de los ojos.
Me quedé ahí, sentado en la punta de la torre. Unos bombillos iban apareciendo allá arriba.
La verdad es que sí, me gustan. Me gustan y mucho.
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Pregunta para el lector:
¿Tiene algo de malo querer llevar una vida inútil?
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